Aprendiendo a acompañar a mi madre en su enfermedad.


Hoy quiero compartir algo muy personal y profundamente doloroso: el proceso de acompañar a mi madre en su lucha contra un cáncer incurable. Es una batalla terriblemente dura y que, hagas lo que hagas, luches lo que luches, la derrota está asegurada, pero donde cada nuevo día está lleno de pequeñas victorias.

Mi madre siempre ha sido mi roca, la persona a la que he acudido en busca de consejo, consuelo y amor incondicional. Ahora, en este giro cruel del destino, soy yo quien debe ser fuerte para ella. No es una tarea fácil, especialmente cuando mi corazón está roto y lleno de tristeza. La pena es un peso constante, una sombra que oscurece incluso los momentos más brillantes.

Ser hija en esta situación es un difícil desafío. Cada día me enfrento a la impotencia de no poder curarla, de no poder aliviar su dolor como desearía. Ver a mi madre, una mujer tan fuerte, activa y valiente, debilitada por esta enfermedad despiadada, es desgarrador. Quisiera poder absorber su sufrimiento, llevarlo yo misma para darle un respiro, pero sé que eso no es posible.

Además de ser hija, soy madre. Tengo una niña que depende de mí y necesita mi atención y cuidado. Intento mantener la normalidad en su vida, aunque hay días en los que es casi imposible esconder mi tristeza. Quiero ser un ejemplo de fortaleza para ella, pero también quiero que entienda que está bien sentir y mostrar nuestras emociones. Es un equilibrio delicado, una cuerda floja que camino a diario.

Y luego está mi rol como pareja. Mi relación sufre bajo el peso de esta carga emocional. Intentamos apoyarnos mutuamente, pero a veces la tristeza y la desesperación son tan abrumadoras que resulta complejo comunicarnos. En esos momentos, el amor y la comprensión se convierten en nuestra salvación, recordándonos que no estamos solos en este dolor.

No puedo olvidar mi papel como trabajadora siendo policía, escritora y emprendedora. Mantenerme profesional y enfocada en el trabajo cuando mi mente y mi corazón están en otro lugar es una de las tareas más difíciles. La distracción es frecuente y, a menudo, me siento culpable por no poder dar lo mejor de mí en todos los aspectos de mi vida.

La aceptación es otra de las batallas que debemos transitar. Aceptar que mi madre está enferma y que no hay cura es una de las cosas más complicadas que he tenido que asimilar. La resignación no significa rendirse, sino encontrar paz en medio del caos. Aceptar que hay cosas que están fuera de nuestro control y que lo mejor que podemos hacer es estar presentes, ofrecer amor, apoyo y sostén, y hacer que cada momento sume y aporte.

Me he dado cuenta que el haber vivido en primera persona la experiencia más traumática que me partió el alma en mil pedazos, el fallecimiento de mi hijo Biel, me ha proporcionado una preparación emocional única. Sí, hace 9 años (en unos días se cumplirán los 10 años...), sufrí la pérdida devastadora de mi bebé. Pasar por todas y cada una de las diferentes fases del duelo me enseñó mucho sobre mis límites, mis limitaciones, mi fortaleza y mi resiliencia. Esa experiencia, la más trágica que he tenido que vivir, afrontar y superar de la mejor manera que pude, no con ello digo que lo lograra, me dio, sin yo saberlo en ese momento, una perspectiva y un bagaje que ahora, ante la inevitable y futura pérdida de mi madre, que deseo que sea lo más lejana posible, me permite afrontar el futuro con una comprensión más profunda de mis capacidades emocionales.

Conocer mejor mis reacciones ante el dolor, saber hasta dónde puedo llegar antes de necesitar un respiro, y reconocer la importancia de permitirme sentir y vivir cada emoción plenamente, me ha hecho más fuerte. No es que el dolor sea menor, pero mi capacidad para manejarlo y seguir adelante se ha fortalecido.

Es un camino lleno de lágrimas y sonrisas forzadas, de recuerdos felices que se entrelazan con la realidad dolorosa del presente. Pero también es un viaje de amor profundo, de conexiones fortalecidas por la adversidad y de descubrimientos personales sobre la capacidad de amar incluso en los tiempos más oscuros. Donde los abrazos tragándome las lágrimas tienen mucho más valor que nunca, y donde las palabras «Te quiero» alcanzan lugares en mi corazón donde nunca antes habían llegado.

Acompañar a mi madre en esta travesía es un reto terriblemente duro y cruel al que me he tenido que enfrentar sin previo aviso, y aunque a menudo me siento perdida, abrumada, superada y agotada, también encuentro consuelo en los momentos de ternura y en el amor que compartimos y que nos mantiene más unidas que nunca. Este es el viaje que nos ha tocado transitar, la lucha que debemos pelear con uñas y dientes, y con la que cada día estamos aprendiendo a gestionarlo con un poco más de fuerza y de esperanza.

Disculpad si estoy un tanto inactiva o desaparecida, pero como comprenderéis, no estoy pasando por mi mejor momento y me toca luchar con mis propios demonios. No pido ganar esta guerra, porque sé que es imposible, pero con una pequeña tregua me daría por satisfecha.

A ti mamá, te quiero hasta el sol, la luna y las estrellas.
Siempre juntas.